EL ARTE DE AMARNOS A NOSOTROS MISMOS
“Si conocieras, cómo te amo,
serías más feliz”. (Estribillo de la canción de
la Hermana Glenda).
Cuando se aproxima febrero es difícil no pensar en el amor y la amistad: la celebrada fecha del 14 de febrero, la propaganda, las tiendas, las películas, la música… muchas cosas suelen hablarnos del amor.
Por otro lado, cuando se dan situaciones catastróficas (terremotos, inundaciones, guerras…) en las cuales mucha gente es afectada, o incluso cuando escuchamos que un amigo o un conocido no está del todo bien, surge en nosotros de manera natural una preocupación genuina, el deseo de querer apoyar, de organizar colectas, de orar por esas personas… y de manera creativa encontramos diversas formas de ayudar, demostrando así nuestro amor por el prójimo.
También hay un hecho curioso que he observado en mis años como terapeuta. La gran mayoría que se preocupa por el tema del amor (amor a los hijos, a las amistades, a los familiares… o hay quienes quieren encontrar una pareja que los ame) muestran interés en trabajarlo, pero pocas veces son conscientes de que para amar al prójimo o para encontrar a quien amar y a alguien que nos ame, primero necesitamos aprender a amarnos a nosotros mismos. Es más, creo que no he encontrado a alguien que sea consciente de cómo se trata a sí mismo y, por lo tanto, de cómo se está amando.
Justo hace unos días platicando con Paty[1] sobre los pensamientos que le estaban generando malestar, me compartió lo siguiente: “estaba a punto de meterme a bañar cuando mi esposo de manera espontánea me dijo ‘te ves muy bien’, ‘ya se notan en tu figura los cuidados que has tenido contigo’”. Acto seguido, Paty entra al baño, se ve al espejo y se empieza a decir a sí misma: “estoy llena de estrías y eso quiere decir que estoy gorda”, “soy fea”, “¿cómo me va a querer alguien?” Justo su esposo, que es alguien que la ama, le acababa de decir que cada vez la veía mejor, pero ella no sólo no lo reconoce, sino que empieza a menospreciarse diciéndose a sí misma palabras hirientes.
Éste es un ejemplo muy evidente de cómo nos podemos maltratar (o amar menos), pero hay otras formas más sutiles que son difíciles de reconocer. Por ejemplo, ¿alguna vez has tenido ganas de ir al baño y no vas inmediatamente? ¿Por qué ante una necesidad orgánica tan básica somos capaces de no hacernos caso, aunque con este mal hábito expongamos nuestra salud?
Por otro lado, también recordé que algunas personas comparten que en las prácticas del yoga les repiten que “nosotros somos una divinidad” y como tal, necesitamos amarnos, cuidarnos y darnos lo mejor. Si bien es cierto que los católicos sabemos que no somos una divinidad, sino hijos de Dios creados a su imagen y semejanza, pocos vivimos de acuerdo con uno de los mandamientos que el mismo Jesús nos dejó: “este es mi mandamiento: que se amen unos a otros, como Yo los he amado” (Jn 15:12). En este sentido, vino a mi mente el estribillo de una canción de la hermana Glenda: “¡Si conocieras cómo te amo, serías más feliz!”[2]
¿Por qué creo importante reflexionar sobre todo esto? En primer lugar, porque como dice Erich Fromm, el amar es un arte que requiere conocimiento y esfuerzo.
Para amarme, primero necesito conocerme, pero objetivamente. Como católicos, esta objetividad viene necesariamente de la mano con la manera como Dios nos considera (que no siempre coincide con la forma como nos vemos o tratamos). ¿Nos damos cuenta de cuánto nos ha amado Dios? ¿Cuánto valemos para Él? Somos esa perla preciosa por la cual el mercader vende todo lo que tiene para adquirirla[3]. Somos esa oveja que el pastor busca hasta encontrarla y regresa a su casa cargada en sus hombros[4]. Somos el hijo por el que el padre mata al becerro gordo para compartirlo en una gran fiesta por la felicidad que experimenta al verlo regresar a casa[5]. Somos sus hijos muy amados por los cuales ha derramado su sangre en la cruz, ha muerto para darnos vida y hacernos un lugar en el Reino de los Cielos, se ha quedado con nosotros en la Eucaristía y nos ha dejado los sacramentos para recibir su gracia y sus dones[6].
Ahora bien, este conocimiento, también implica aceptación: aceptar que Dios me creó como un ser humano, que puedo cometer errores, que tengo necesidades (de descansar, de sentirme bien conmigo mismo(a), de arreglarme, de expresarme, de acercarme a lo que me ayuda y alejarme de lo que no me ayuda). Y en este sentido, entra la segunda parte del arte del amar: requiere esfuerzo.
Este esfuerzo empieza con la escucha a nosotros(as) mismos(as). En varias ocasiones, durante la terapia, he llegado a preguntar a mis pacientes: “¿y tú qué quieres?”, “¿qué necesitas?” y la gran mayoría no sabe responder. Y cuándo sí tienen la respuesta, entonces les pregunto: “Si eso es lo que quieres y necesitas, entonces ¿por qué haces lo contrario?”
Te invito a que este mes reflexiones sobre lo siguiente:
1. ¿Cómo es mi relación conmigo mismo(a)? Esto abarca cómo me hablo, cómo me considero, si me escucho o paso por encima de mí, si me acepto, si me cuido o procuro, si me doy a respetar…
2. Cuando tengo que tomar una decisión, ¿me pregunto sobre lo que yo quiero y necesito?
3. En la manera como me trato ¿pienso que eso le agrada a Dios o más bien Él, que me ama tanto, quiere que me trate como Él me trataría (con paciencia, cariño, consideración)?
“El amar es un arte que requiere conocimiento y esfuerzo”.
Erich Fromm
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